Lágrima Sin Llanto*¯`·.¸¸

18.7.06

cin expresión.

Hay por lo menos dos acepciones del triste. Una que lo da como abatido, hace de él un derrotado a manos de su pesar. La otra, en cambio, no lo reduce al motivo de su desdicha. Sin dejar de consignarlo como un alma en la que el dolor ha impreso su huella, esta segunda acepción decreta que el triste, a diferencia del melancólico, no ha sido aniquilado por su pena. Digamos, pues, que si bien se trata de un náufrago, no se trata de un ahogado. No sería un triste, sin embargo, si no perdurara en él la estela de esa luz que se apagó. Más aún: si ella no infundiera a su voz, a su gesto, a su mirada, un matiz determinante. El triste es triste porque aquello que le falta -ya sea porque nunca lo tuvo o bien porque lo perdió- también lo constituye. Eso no significa que ande sediento de confidencia y consuelo ni empeñado en opacar las alegrías a las que, de tanto en tanto, accede. En todo caso, al triste no lo urge la confesión sino la afinidad. El hombre que ha podido volver de la ceniza trae en su voz la aspereza del silencio que casi lo consumió. Al igual que los caballeros de la fe, a los que Sören Kierkegaard alude, los tristes cabales más que oírse, se olfatean, más que buscarse se encuentran, y al escucharse confirman lo que ya al verse supieron. El triste es también lo que resta de la certeza de contar con una identidad que alguna vez pareció estar, si no en sus manos, al menos a su alcance y sin embargo no pudieron atrapar. Ese residuo tenaz, que en su forma más discernible se impone como insolvencia para saber con plenitud de nosotros mismos, es la fuente sustancial de la tristeza que palpita en toda vida lograda. Sólo una vida de veras lograda conoce la radicalidad de los grandes fracasos, ésos que no resultan de lo que nos pasa sino de lo que irremediablemente somos. La tristeza es mansa, suave, se insinúa. No irrumpe jamás con violencia ni florece en la desesperación. No clama ni estalla. Se filtra, gotea, es levedad. La tristeza es ese dejo de profunda y serena incomprensión o insuficiencia que corona todo saber, todo hacer, todo creer. La tristeza es ese levísimo barniz de humor que nos acompaña aun en la expresión de lo que con mayor seriedad decimos. Nadie, no obstante, que de veras aspire a hablar puede darse por expresado. Y no por falta de palabras sino de materia expresable. Y el triste es triste también porque lo sabe. Como sabe que nadie, al callar, puede darse por liberado del pesar que genera lo indecible. Contemplar es, a mi entender, la actividad preeminente del triste. El triste, que tantas veces parece ausente, en verdad no lo está. Está, eso sí, abstraído, modelado por una ausencia. Quien contempla se entrega a la errancia de un ver descentrado. Mira quien observa pero quien contempla responde con la suya a la presencia de lo anónimo que insiste en hacerse patente allí donde somos capaces de entregarnos al trato con lo inconcebible, a la errancia semántica que ese trato implica. Es que quien contempla se deja ir. Algo hará el triste a su turno con aquello que antes pudo con él acallándolo. De esta desmesura sólo soportable en el hechizo de la contemplación, de la cual la poesía siempre es fuente y fruto simultáneo, pareciera provenir un indicio de la verdad de nuestro propio ser que, no sé por qué, nos entristece. Triste es, en ese caso, quien, tras haberse visto sumergido en semejante conmoción, logra tomar la palabra dejando ver, en cuanto dice, la huella de la desmesura que ha soportado. Al infundir a su pena rango sublimatorio, el triste puede perfilarse como un sujeto que sufre y no verse reducido al dolor que lo consume. Pero si bien no consiste en su abismo, tampoco, sin ese abismo, puede consistir. Carga con sus muertos, no los abandona, y ello prueba que ha sobrevivido. El melancólico, en cambio, perdedor por excelencia, sólo se deja ver como expresión de los muertos que lo abruman y con los que, por eso mismo, no logra cargar. Mientras el melancólico brilla por su ausencia como persona, en el triste la ausencia resplandece bajo la forma innovadora de una recreación. Y ésta es, curiosamente, su alegría. La alegría de superar la inmovilidad que busca imponerle su pena. Su singular contento de alquimista. Por Santiago Kovadloff (Fragmentos) Para LA NACION-BUENOS AIRES, 2006